viernes, 11 de noviembre de 2011

El Árbol de la Vida

Jonás Trueba (el hijo de un Trueba con más trayecto y más reconocido) escribe sobre la segunda vez que vio 'El Árbol de la Vida', en un vuelo de avión. Pocas veces estoy de acuerdo con él, pero esta es una de ellas.
He de precisar que no tenía auriculares para el sonido y que la vi completamente muda, entremezclada con los ruidos del avión, del personal y de sus pasajeros, lo que hace que esta revisión sea parcial pero también mucho más meritoria. No tuve ningún problema para concentrarme en las imágenes y además pude apreciar mucho mejor las costuras de su montaje, sin duda lo más fascinante que ofrece El árbol de la vida. Liberado de la monserga espiritual y de todas las voces en off que nos llaman desde algún lugar remoto y nos invitan a amarnos unos a otros, la película quedaba a merced de sus imágenes y éstas hablaban por sí solas sin ningún problema, incluso con más elocuencia aún. El paréntesis interestelar volvió a resultarme cansino y de una belleza empalagosa, casi vulgar y un poco infantil, más aún en aquella pequeña pantalla que parece diseñada para jugar al mus y comprobar la cartografía del viaje antes que para ver películas. Pero cuando Malick se detiene en la armoniosa urbanización donde vive su familia protagonista (lo que es casi el noventa por ciento de la película), es difícil no dejarse llevar por el vaivén de sus imágenes, hilvanadas en un montaje puramente asociativo, como una catarata de recuerdos imborrables, sin duda adulterados y ennoblecidos por el tiempo. La propia casa vista desde el suelo que se gatea o se recorre a pequeñas zancadas, las puertas y las ventanas que no nos atrevemos a traspasar, los cuentos antes de dormir, las primeras caricias y los juegos de infancia, las primeras regañiñas, los miedos, la brutalidad, el despertar de la conciencia...

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