jueves, 1 de diciembre de 2016

En una ruta turquesa y verde,
perdida en los recovecos de América
y debajo de la roca rígida,
una ciudad emerge.

El agua se escurre desde los balcones,
con los techos a medio descubrir.
En un codo de la ruta, la catedral inmensa,
que se funde con el espejismo acuoso.

La piedra oscura y civilizada
abre paso a las oscilantes corrientes
de lo imposible e incierto,
y se mezclan, como cristales,
en una danza de luz y misterio.

Cual noctilucas silvestres,
la luz emana de los lagos
anunciando un alba marítimo.
Ya nada será lo mismo.

Los edificios prometen sinceros
las fuentes de una sabiduría milenaria
que algún volcán enterró en el pasado.

Y desde las calles todavía oscuras
los cuerpos petrificados se espabilan
con los primeros reflejos azur.

Los insectos gruñen
augurando plagas,
pero el secreto amanece,
y ya nada será lo mismo.

Los insectos gritan, se retuercen,
y nos miran, como humanos,
portadores de sabiduría.

Y aunque sea demasiado tarde,
y aunque ya nada será lo mismo,
el viaje concluye y nos sumerge,
ahogándonos en la tierra
que poblarían nuestros hijos.

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